Encuentro de párrocos y clero de Roma 22-II-2007

Benedicto XVI

Vaticano – Aula de las Bendiciones, 22 de febrero de 2007 *

Durante el encuentro anual del Santo Padre Benedicto XVI con el clero de su diócesis de Roma, donde se da la posibilidad a algunos párrocos de hacer preguntas y de obtener las respuestas del Papa, a un párroco que preguntaba sobre cómo insertarse para desarrollar un ministerio de unidad en la Iglesia universal, el Papa ha respondido hablando también del Camino Neocatecumenal, del conocimiento que tiene personalmente y de su Estatuto.
El tema de los Movimientos Eclesiales y de las Nuevas Comunidades, como don providencial para nuestros tiempos, ha sido propuesto por el padre Gerardo Raúl Carcar, perteneciente a la comunidad de los Padres de Schönstatt, llegado a Roma en septiembre de 2006 desde Argentina y hoy vicario cooperador de la parroquia de San Jerónimo a Corviale. Se trata de realidades que tienen un impulso creativo, viven la fe y buscan nuevas formas de vida para encontrar una justa colocación misionera en la Iglesia. El religioso ha pedido al Papa un consejo sobre cómo insertarse para desarrollar realmente un ministerio de unidad en la Iglesia universal.

Respuesta del Papa:
«Bien, veo que debo ser más breve. Gracias por esta pregunta. Me parece que usted ha citado las fuentes esenciales de cuanto puedo decir sobre los movimientos. En este sentido, su pregunta es también una respuesta.
Quisiera precisar inmediatamente que durante estos meses estoy recibiendo a los obispos italianos en visita “ad limina”, y así puedo aprender un poco mejor la geografía de la fe en Italia. Veo tantas cosas hermosas juntamente con los problemas que todos conocemos. Veo, sobre todo, cómo la fe está aun profundamente arraigada en el corazón italiano, aunque, sin duda, en las circunstancias actuales, está amenazada de muchos modos. También los movimientos aceptan bien mi función paterna de Pastor. Otros son más críticos y dicen que los movimientos no se insertan. Pienso que realmente las situaciones son diversas, todo depende de las personas en cuestión.

Me parece que tenemos dos reglas fundamentales, de las que usted ha hablado. La primera regla nos la ha dado san Pablo en la primera carta a los Tesalonicenses: no extingáis los carismas. Si el Señor nos da nuevos dones, debemos estar agradecidos, aunque a veces sean incómodos. Y es algo hermoso que, sin iniciativa de la jerarquía, con una iniciativa de la base, como se dice, pero también con una iniciativa realmente de lo alto, es decir, como don del Espíritu Santo, nazcan nuevas formas de vida en la Iglesia, como, por otra parte, han nacido en todos los siglos.

En sus comienzos fueron siempre incómodas: también san Francisco fue muy incómodo, y para el Papa era muy difícil dar, finalmente, una forma canónica a una realidad que era mucho más grande que los reglamentos jurídicos. Para san Francisco era un grandísimo sacrificio dejarse encastrar en este esqueleto jurídico, pero, al final, nació una realidad que vive aún hoy y que vivirá en el futuro: da fuerza y nuevos elementos a la vida de la Iglesia.
Sólo quiero decir esto: en todos los siglos han nacido movimientos. También san Benito, inicialmente, era un movimiento. Se insertan en la vida de la Iglesia con sufrimiento, con dificultad. San Benito mismo debió corregir la dirección inicial del monaquismo. Y así también en nuestro siglo el Señor, el Espíritu Santo, nos ha dado nuevas iniciativas con nuevos aspectos de la vida cristiana: vividos por personas humanas con sus límites, crean también dificultades.

Así pues, la primera regla: no extinguir los carismas, estar agradecidos, aunque sean incómodos. La segunda regla es esta: la Iglesia es una; si los movimientos son realmente dones del Espíritu Santo, se insertan y sirven a la Iglesia, y en el diálogo paciente entre pastores y movimientos nace una forma fecunda, donde estos elementos llegan a ser elementos edificantes para la Iglesia de hoy y de mañana.
Este diálogo se desarrolla en todos los niveles, comenzando por el párroco, el obispo y el Sucesor de Pedro; está en curso la búsqueda de estructuras adecuadas: en muchos casos la búsqueda ya ha dado su fruto. En otros, aún se está estudiando; por ejemplo, se nos pregunta si al cabo de cinco años de experimento se deben confirmar de modo definitivo los estatutos del Camino Neocatecumenal, o si aún se requiere un tiempo de experimento o si quizá se deben retocar un poco algunos elementos de esta estructura.
En todo caso, he conocido a los Neocatecumenales desde el inicio. Ha sido un camino largo, con muchas complicaciones, que existen todavía, pero hemos encontrado una forma eclesial que ya ha mejorado mucho la relación entre el Pastor y el Camino. ¡Y así vamos adelante! Lo mismo vale para los demás movimientos.

Ahora, como síntesis de las dos reglas fundamentales, diría: gratitud, paciencia y aceptación incluso de los sufrimientos, que son inevitables. También en un matrimonio existen siempre sufrimientos y tensiones. Y, sin embargo, van adelante, y así madura el verdadero amor. Lo mismo sucede en la comunidad de la Iglesia: juntos tengamos paciencia. También los diversos niveles de la jerarquía -desde el párroco al obispo, hasta el Sumo Pontífice- deben tener juntos un continuo intercambio de ideas, deben promover el coloquio para encontrar juntos el camino mejor. Las experiencias de los párrocos son fundamentales, pero también las experiencias del obispo y, digamos, la perspectiva universal del Papa tienen su lugar teológico y pastoral en la Iglesia.

En consecuencia, por una parte, este conjunto de diversos niveles de la jerarquía; por otra, la realidad vivida en las parroquias, con paciencia y apertura, en obediencia al Señor, crean realmente la vitalidad nueva de la Iglesia.

Estamos agradecidos al Espíritu Santo por los dones que nos ha dado. Seamos obedientes a la voz del Espíritu, pero seamos también claros al integrar estos elementos en la vida: este criterio sirve, al fin, a la Iglesia concreta, y así, con paciencia, con valentía y con generosidad el Señor ciertamente nos guiará y nos ayudará».

(*) Cfr. «L’Osservatore Romano», 24 febrero 2007.