Audiencia especial en el congreso «Penitencia y Reconciliación» 10-2-1983
S. Juan Pablo II
Roma, Aula Pablo VI, 10 de febrero de 1983
Sesenta obispos y unos dos mil presbíteros, muchos de ellos párrocos, provenientes de las más diversas partes del mundo, asistieron la mañana del 10 febrero a un encuentro con el Papa en la sala de Pablo VI del Vaticano. Todos habían tomado parte en una asamblea que comenzó en Roma el día 7 para estudiar el tema del próximo Sínodo de los Obispos: “La reconciliación y la penitencia en la vida de la Iglesia”. El Secretario General del Sínodo, arzobispo mons. Josef Tomko, inauguró la reunión con una relación de la base. La asamblea había sido organizada por las Comunidades Neocatecumenales que existen ya en 2.200 parroquias de 502 diócesis y 70 naciones. Al comienzo de la Audiencia, un obispo y algunos presbíteros presentaron a Juan Pablo II una síntesis el mismo día 10 por la tarde con una concelebración eucarística. El iniciador de esta experiencia eclesial denominada “El Camino Neocatecumenal”, Kiko Argüello, hizo al Santo Padre la presentación de los asistentes, y el Papa pronunció el siguiente discurso:
«Hermanos muy queridos:
1. Me gozo en tener hoy la ocasión de reunirme con un grupo de las “Comunidades Neocatecumenales”, congregados en Roma para meditar juntos sobre la “Reconciliación y la Penitencia en la misión de la Iglesia”, tema del próximo Sínodo de los Obispos. Saludo a los obispos, párrocos y sacerdotes presentes que han venido de todos los continentes con este motivo. Mi palabra desea ser de reflexión sobre la experiencia espiritual y eclesial que queréis realizar, para que os sirva de estímulo en el afán siempre creciente de ofrecer, en el contexto del mundo contemporáneo, ejemplo nítido y claro de profunda fe cristiana, vivida constantemente en unión íntima, dócil y jubilosa con los Pastores de la Iglesia.
Vuestro testimonio se propone ser, fundamentalmente, el anuncio del mensaje evangélico, que tiene por centro la proclamación de que Jesús de Nazaret es el Mesías, Señor e Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado por nuestra salvación. “La Evangelización -dijo Pablo VI- debe contener siempre como base, centro y a la vez su culmen de su dinamismo, una clara proclamación de que en Jesucristo, Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios” (Evangelii Nuntiandi, 27). Una de las expresiones típicas de vuestra comunidad es precisamente la evangelización puesta por obra en países y ambientes que o no han oído nunca el anuncio cristiano o se han hecho como sordos u opacos a este anuncio ante la invasión de ideologías, conceptos y comportamientos de rechazo o indiferencia respecto del mismo “problema de Dios”. Por esto justamente queréis preparar y formar catequistas que deberán procurar ahondar y vivir ellos personalmente en primer lugar el misterio de Cristo y luego hacer partícipes del mismo a los demás. En la Exhortación Apostólica sobre la catequesis en nuestro tiempo, escribí: “Catequizar es, en cierto modo, llevar a uno a escrutar ese misterio en toda su dimensión… descubrir en la persona de Cristo el designio eterno de Dios que se realiza en él… El fin definitivo de la catequesis es poner a uno no sólo en contacto sino en comunión, en intimidad con Jesucristo: sólo Él puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y a hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad” (Catechesi Tradendae, 5).
Conozco el tesón de vuestras comunidades en la laudable obra de la catequesis. En estos años las Conferencias Episcopales han intensificado los esfuerzos en dicho campo de importancia excepcional para la misma vida del pueblo de Dios. Seguir los métodos, indicaciones, itinerarios y textos ofrecidos por los Episcopados e igualmente ejercer el ministerio de la catequesis dentro de la comunión y disciplina eclesial y, en especial, según el ministerio que precisa ayuda para vuestra catequesis y acarreará ciertamente grandes frutos espirituales a los fieles. Ha de ser fin específico de toda acción y forma de catequesis el hacer germinar, crecer y desarrollarse la semilla de la fe depositada por el Espíritu Santo con el primer anuncio y transmitida eficazmente con el Bautismo.
2. No sólo a nivel teórico, sino muy especialmente en su dimensión vital, queréis profundizar en vuestras comunidades en el significado, valor, riqueza y exigencias del Bautismo, sacramento que es condición necesaria para la salvación, une a la muerte, sepultura y resurrección del Salvador, hace vivir la misma vida de Cristo y convierte al bautizado en templo del Espíritu, hijo adoptivo del Padre Celestial, hermano y heredero de Cristo y miembro del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Este enriquecimiento va enderezado a redescubrir y valorar las riquezas típicas del Bautismo recibido normalmente en la infancia y al que es necesario referirse, por lo mismo, no como ha hecho puramente jurídico, sino como a verdadero momento en el que se apoya toda la vida cristiana. Cultivando lo que podríamos llamar “espiritualidad bautismal”, queréis animar, encauzar y fecundar vuestro itinerario de fe en cuanto secuela lógica de las exigencias intrínsecas del sacramento, a fin de que vuestro testimonio sea cada vez más auténtico, sincero, coherente y efectivo, y tengáis creciente disponibilidad a la llamada divina.
Tal disponibilidad debe expresarse en la
meditación continua y escucha religiosa de la Sagrada Tradición y de la
Sagrada Escritura, que constituyen “un mismo y sagrado depósito de la
Palabra de Dios confiado a la Iglesia” (Dei Verbum, 10). De
aquí la necesidad de un trabajo constante y serio de profundización
personal y comunitaria de la Palabra de Dios y de las enseñanzas del
Magisterio de la Iglesia, incluso asistiendo a cursos teológicos y
bíblicos serios. Esta tarea de estudio y reflexión resulta aún más
urgente para quien tiene el deber de alimentar a sus hermanos con
alimento espiritual sólido por estar desplegando función de catequista.
Tened constantemente presente la solemne y vigorosa afirmación del
Concilio Ecuménico Vaticano II:
“La Iglesia siempre ha venerado la Sagrado Escritura, como lo ha hecho
con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la Sagrada Liturgia, nunca
ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece en
la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo”(Dei Verbum, 21).
De Cristo Palabra a Cristo Eucaristía, porque el sacrificio Eucarístico es la fuente, el centro y la cima de toda vida cristiana. Celebrad la Eucaristía y, sobre todo la Pascua con auténtica piedad, gran dignidad, amor a las ceremonias litúrgicas de la Iglesia, observancia estricta de las normas establecidas por la autoridad competente y voluntad de comunión con todos los hermanos.
3. Vuestra disponibilidad a la llamada divina se debe manifestar asimismo en la oración continua, diaria e incansable, expresión particular de la adoración que el hombre débil, frágil y consciente de su contingencia y condición de criatura, ofrece a Dios, el trascendente, el infinito, el omnipotente y el creador y, a la vez, el Padre amoroso y misericordioso; oración que se transforma, por tanto, en diálogo íntimo y afectuoso entre el hijo y el Padre; oración que se convierte en coro suplicante en el “Paternoster” enseñado por el mismo Jesús; oración que llega a ser profesión solemne y consciente de fe cristiana en el Credo o Símbolo Apostólico; oración que descubre en los Salmos las tonalidades interiores varias y completas con que pueden dirigirse a Dios, que es su esperanza, roca y salvación, el orante pueblo de la promesa, el nuevo pueblo elegido, la Iglesia, el cristiano en sus varias situaciones espirituales. San Agustín nos sugiere: “Si el salmo ora, orad: si gime, gemid; si se alegra, alegraos; si teme, temed. Todo lo escrito aquí es espejo vuestro” (Enarr in Ps XXX, II, s.III,1: CCL 38. 213).
4. Vuestra disponibilidad a la llamada divina halla expresión en hacer realidad esta palabra de Jesús día a día: “Arrepentíos y creed en el Evangelio” (Mc. 1,15). Esta conversión, el ‘cambio de mentalidad’, es en primer lugar rechazo del auténtico mal, el pecado, que nos aleja de Dios. Dicha conversión es constante camino de retorno a la casa del Padre como el del hijo pródigo (et. Lc. 15, 11-32). Y encuentra su signo salvífico en el sacramento de la penitencia o reconciliación. En la Bula de convocación del Jubileo de 1950 aniversario de la Redención he escrito: “La libertad del pecado es… fruto y exigencia primaria de la fe en Cristo Redentor y en su Iglesia… al servicio de esta libertad el Señor Jesús instituyó en su Iglesia el Sacramento de la Penitencia, para que quienes han cometido pecado después del Bautismo sean reconciliados con Dios, al que han ofendido, y con la Iglesia misma a la que han herido” (Bula Aperite portas Redemptori, 5).
El
ministerio de la Reconciliación -don maravilloso de la misericordia
infinita de Dios- está confiado a vosotros, sacerdotes. Sed ministros
siempre dignos, prontos, celosos, disponibles, pacientes y serenos de
este sacramento, y ateneos con fiel diligencia a las normas establecidas
en este campo por la autoridad eclesiástica. De este modo los fieles
encontrarán en este sacramento un signo y un instrumento auténtico de
renacimiento espiritual y de libertad interior rebosante de gozo.
Y vosotros, hermanos todos, celebrad el sacramento de la Reconciliación
con suma confianza en la misericordia de Dios y en plena adhesión al
ministerio y disciplina recomendada repetidamente en el nuevo código de
derecho canónico, para perdón y paz de los discípulos del Señor y cual
anuncio eficaz de la bondad del Señor hacia todos.
5. A lo largo de vuestro itinerario espiritual procurad armonizar las exigencias “catecumenales” con el compromiso de la entrega debida a los hermanos, familia y deberes profesionales y sociales. Sobre todo no caigáis en la tentación de encerraros en vosotros mismos, aislándoos de la vida de la comunidad parroquial y diocesana, pues sólo insertándose activamente en estos organismos más amplios pueden cobrar autenticidad y eficacia vuestras actividades apostólicas. No quiero terminar estas reflexiones sin recordaros a vosotros y a las comunidades a quienes representáis, lo que dije hace poco en la presentación oficial del nuevo Código de Derecho Canónico: el cristiano debe preparar el ánimo a acogerlo y ponerlo en práctica. Las leyes son don generoso de Dios y observarlas es sabiduría verdadera. El derecho de la Iglesia es medio, ayuda e incluso protección para mantenerse en comunión con el Señor. Por tanto, las normas jurídicas e igualmente las litúrgicas deben observarse sin negligencias u omisiones.
Estoy seguro de que vuestras comunidades, enardecidas por el afán de distinguirse en la celebración del Bautismo, la Eucaristía y la Penitencia, querrán caracterizarse también por este afán de fidelidad a la disciplina general bajo la guía de la Iglesia.
Amadísimos hermanos:
A la vez que presento a vuestra reflexión estos pensamientos, pido abundancia de gracias divinas para los presentes y para las comunidades a quienes representáis. A todos os confío a María Santísima, ejemplo incomparable de fe ardiente y acogida dócil de Ella, que “avanzó en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz” (Lumen Gentium, 58) os aliente con su sonrisa de Madre en el diario camino del seguimiento de Cristo. Con mi Bendición Apostólica».