Vigilia Gran Jubileo del 2000 25-5-1996

S. Juan Pablo II

Plaza de San Pedro, 25 de mayo de 1996

En la Vigilia, durante la cual Juan Pablo II ha celebrado la Eucaristía en la escalinata de la Basílica Vaticana, han tomado parte todos los estamentos de la comunidad eclesial diocesana: sacerdotes, religiosos y religiosas, parroquias, asociaciones, movimientos y nuevas comunidades. Se han inscrito más de sesenta mil fieles, mientras los sacerdotes concelebrantes (incluidos los Cardenales y los obispos presentes en la diócesis) eran cerca de 1400. Recogemos el texto de la homilía de Juan Pablo II.

«1. ¡Paz a vosotros!
Como el Padre me ha enviado, yo también os envío a vosotros…
¡Recibid el Espíritu Santo!» (Jn 20, 21-22). En esta Vigilia de Pentecostés la Iglesia que está en Roma se halla reunida como los apóstoles en el Cenáculo después de los sucesos del triduo pascual. Sabían que el Señor había resucitado y se había aparecido a Simón. Pero Jesús en persona vino en medio de ellos y ofreció el saludo de paz. Luego mostró las manos y el costado traspasados, con los signos visibles de la pasión. ¡Sí! Es Él. Es el mismo Jesús, antes crucificado y ahora resucitado. “Los discípulos se alegraron al ver al Señor” (Jn 20, 20). Desde la tarde del día de Pascua, Jesús anticipó el acontecimiento de Pentecostés: “Como el Padre me envió a mí, también yo os envío a vosotros… Recibid el Espíritu Santo”.

¡Queridísimos hermanos y hermanas de la diócesis de Roma! Mediante una vigilia de oración, que evoca la Vigilia Pascual, nos hemos reunido aquí para participar en la solemnidad de la venida del Espíritu Santo. La lectura tomada de los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado hace poco, recuerda cuanto sucedió en Jerusalén en el día de Pentecostés: el súbito viento impetuoso, la aparición de las lenguas de fuego, los apóstoles, que, llenos de Espíritu Santo, empezaron a anunciar el Evangelio en lenguas desconocidas para ellos. Nace la Iglesia. Personas pertenecientes a varias naciones, que usan lenguas distintas, escuchan hablar en su propia lengua a los apóstoles, que eran galileos (cfr. He 1, 11): “Los oímos anunciar en nuestra lengua las maravillas de Dios” (He 2, 11). Es el comienzo solemne de la misión de los apóstoles, misión recibida del Resucitado cincuenta días antes, que les había ordenado: “Yo os envío. Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 21.22).

3. “Emitte Spiritum tuum et creabuntur”: “envía tu Espíritu y serán creados” (cfr. Sal 103, 30). Diciendo: “Recibid el Espíritu Santo”, Cristo revela el poder creador del Espíritu de Dios que, derramado sobre todo hombre (cfr. Jl 3, 1), restablece la unidad del género humano rota a causa del pecado, en la torre de Babel. Babel es el símbolo de la disgregación y de la desesperación (cfr. Gn 11, 1-9). Pentecostés constituye, en cambio, el cumplimiento pleno de la unidad que, por el poder del Espíritu de verdad, es reconstruida a partir de la multiplicidad de la existencia y de las experiencias humanas. Cristo es puesto como cabeza del pueblo de la Nueva Alianza: Él es el gran Profeta esperado. A su alrededor han de reunirse “los hijos y las hijas” del nuevo Israel (cfr. Lumen Gentium n. 9), los cuales, animados por el Espíritu que da la vida (cfr. Ez 37, 14), toman parte personalmente en la misión salvífica de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey, siguiendo sus huellas, a lo largo de los siglos y los milenios.

4. El segundo milenio cristiano llega ya a su fin. Conscientes del “tertio millennio adveniente”, del tercer milenio que se está acercando, estamos reunidos en este particular Cenáculo de la Iglesia, constituido esta noche junto a la tumba de San Pedro. Nos miran los casi dos milenios transcurridos, testimoniados de modo singular por este lugar marcado por las tumbas de mártires y de confesores de la fe. Aquí estamos junto a las reliquias de los apóstoles, columnas de la Iglesia que está en Roma. Y se repite en medio de nosotros, ahora, lo que sucedió la noche de Pascua. Cristo, mediante la Eucaristía, sobrepasa el espacio y el tiempo y se hace presente entre nosotros, como hizo entonces con los reunidos en el Cenáculo. Nos dirige las mismas palabras: “¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo”.

5. ¡Recibid el Espíritu Santo! Estamos reunidos para invocar juntos el don del Espíritu Santo para toda la comunidad eclesial de Roma, llamada a realizar una misión ciudadana comprometida. Con esta iniciativa apostólica, la Iglesia que está en Roma pretende abrir los brazos a toda persona y familia de la ciudad y penetrar como levadura en todos los ámbitos sociales de trabajo, de sufrimiento, de arte y de cultura, anunciando y testimoniando a los cercanos y a los lejanos el Señor resucitado. Queridísimos hermanos y hermanas: viviendo en esta metrópolis, que desgraciadamente no se libra de las tentaciones del secularismo, se está como sutilmente amenazados por el cansancio, por la indiferencia, por la modorra espiritual y por el relativismo en el que todo se agua y se confunde. He ahí por qué la gran misión ciudadana que en esta Vigilia solemnemente inauguramos va dirigida en primer lugar a los creyentes. Es ante todo imploración al Espíritu Santo para que afiance nuestra fe, renueve nuestro fervor y encienda nuestra caridad. No se deje turbar nuestro corazón por los temores y por el desconcierto. Al contrario, contando no con las fuerzas humanas sino con la gracia que viene de Dios, llevemos, como testigos de la verdad y del amor de Cristo, el Evangelio de la esperanza a todos los habitantes de Roma. Así podremos incidir también en la cultura, en el modo de vivir, en las expectativas y proyectos de toda la comunidad ciudadana.

6. Iglesia que estás en Roma, el Señor te ha amado con un amor incondicional. Por esto eres rica de energías espirituales y misioneras y muchas más suscitará en ti el Espíritu a través de la misión. Me dirijo ante todo a vosotros, queridos hermanos en el sacerdocio, consagrados para ser los primeros testigos del Evangelio y los apóstoles de verdad y unidad: sed los primeros agentes incansables de la misión, sed santos para poder ser dóciles instrumentos mediante los cuales Dios realiza la santificación de su pueblo. De las parroquias debe partir esta misión, y vosotros de las comunidades parroquiales sois los responsables y los animadores cualificados. Y vosotros, queridos religiosos y religiosas, llamados a ser el signo profético de la presencia de Dios, entregaos con ímpetu, mediante la oración y las actividades apostólicas, a esta Iglesia en misión. Encontraréis en este daros el sabor de vuestra vocación. Pienso en vosotros, queridos hermanos y hermanas que trabajáis pacientemente en las parroquias y formáis el sólido tejido de la actividad pastoral cotidiana, de la catequesis y del servicio de la caridad. A través de la misión podréis hallar un renovado vigor espiritual para transmitir el Evangelio de Cristo en vuestras familias y en los ambientes donde trabajáis. Vosotros, queridos miembros de los numerosos movimientos, organismos y asociaciones eclesiales, asegurad a la misión ciudadana vuestra plena y fiel colaboración en estrecho entendimiento con los pastores, las parroquias y toda la realidad diocesana.

Vosotros, queridos jóvenes, poned vuestras frescas energías al servicio de esta gran empresa espiritual, superando todo posible temor o respeto humano. Proclamad con franqueza y valentía vuestra fe en Cristo entre vuestros coetáneos y amigos. También de vosotros, queridos enfermos y personas que sufren, y de vosotros que os sentís marginados, la misión ciudadana espera una aportación en cierto sentido determinante para su éxito. Acogiendo vuestra condición y ofreciéndola al Padre celestial junto con Cristo, podéis ser un camino providencial y misterioso de salvación para Roma. La misión os pertenece, queridos miembros de la Curia Romana y colaboradores míos al servicio de la Iglesia universal, llamados a dar vuestra cualificada aportación a la vida de la comunidad cristiana que está en Roma, y a la preparación del Gran Jubileo del Año 2000. Vuestra aportación será muy importante para el buen éxito de esta vasta acción evangelizadora.

La misión está hecha también para nosotros, queridos hermanos y hermanas llegados a Roma desde las más diversas partes del mundo. Vosotros ya sois parte integrante de nuestra comunidad diocesana. Gracias por estar aquí con nosotros esta noche para orar. Que la Misión Ciudadana, después del Sínodo diocesano, pueda marcar un paso ulterior hacia adelante en el camino de crecimiento espiritual y de comunión entre todos los cristianos que viven en nuestra ciudad.

7. Nuestra mirada esta noche, no puede dejar de extenderse a las esperanzas de la Iglesia Universal, en camino hacia el gran Jubileo del 2000. La Iglesia trata de tomar una conciencia más viva de la presencia del Espíritu que actúa en ella, por el bien de su comunión y misión, mediante dones sacramentales, jerárquicos y carismáticos. Uno de los dones del Espíritu a nuestro tiempo es ciertamente el florecimiento de los movimientos eclesiales, que desde el comienzo de mi pontificado sigo indicando como motivo de esperanza para la Iglesia y para los hombres. Ellos “son una señal de la libertad de formas en la que se realiza la única Iglesia, y representan una novedad segura, que aún espera ser comprendida adecuadamente en toda su positiva eficacia por el Reino de Dios que actúa en el hoy de la historia” (Insegnamenti, VII/2 [1994], p. 696). En el marco de las celebraciones del Gran Jubielo, sobre todo el del año 1998, dedicado especialmente al Espíritu Santo y a su presencia santificadora dentro de la comunidad de los discípulos de Cristo (cfr. Tertio millennio adveniente, n. 44), cuento con el testimonio común y la colaboración de los movimientos. Confío que, en comunión con los pastores y en conexión con las iniciativas diocesanas, querrán traer al corazón de la Iglesia su riqueza carismática, educativa y misionera, como preciosa experiencia y propuesta de vida cristiana.

8. “¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, también yo os envío a vosotros… Recibid el Espíritu Santo”. Cristo, en el signo del evangeliario que esta noche entrego al Cardenal vicario para que sea solemnemente expuesto en la Basílica de San Juan de Letrán, está presente y sostiene el camino de la gran misión ciudadana que conducirá a la comunidad eclesial de Roma a las puertas del tercer milenio. “También yo os envío a vosotros…”. Señor, como sucedió en los comienzos de la misión de la Iglesia, al alba del primer milenio, tú hoy nos envías para una nueva misión evangelizadora. Nos confías la tarea de llevar la Buena Nueva a las calles y plazas de esta Ciudad; tú quieres que tu Iglesia sea peregrina de esperanza y de paz por los caminos del mundo. Sostén nuestro camino con la fuerza de tu Espíritu; haznos apóstoles valientes del Evangelio y constructores de una nueva humanidad. María, Salus Populi Romani, que acompañarás con tu venerado icono la peregrinación de esta noche, guía nuestros pasos; obtén para nosotros la plenitud de los dones del Espíritu Santo.

“Emitte Spiritum tuum et creabuntur” ¡Amén!».