Audiencia general 12-1-1977
S. Pablo VI
Durante la Audiencia general del miércoles 12 de enero, el Santo Padre Pablo VI ha pronunciado el siguiente discurso:
«Os saludamos a todos “in nomine Domini”
A pesar de que la época del año, estamos en pleno invierno, no sea propicia para las peregrinaciones, excursiones, visitas y reuniones, no obstante, nos sentimos gozosos de poder saludar una vez más en esta sala, que se ve honrada con la presencia tan grande de visitantes que ahora nombraremos.
Sabed que os saludamos a todos verdaderamente, con la conciencia de ser portadores y transmisores de una bendición que nos trasciende, es decir, de ser representantes y ministros de una gracia del Señor, que querríamos comunicar a todos; y comunicarla, precisamente, con el sentido de esa unión, de esa caridad, de esa fusión del espíritu y de esa unidad, que nos distingue por nuestra fe y por la fortuna, que tenemos todos, de pertenecer al Cuerpo místico de Cristo.
A todos, pues, nuestro saludo y nuestra bendición. Acompañaremos, después, con nuestras oraciones y con el recuerdo espiritual, el momento que nos proporcionáis, al visitarnos, en la felicidad de estar juntos y de estar con Cristo.
Con gran satisfacción y conmoción por nuestra parte, tenemos aquí un grupo especial de obispos, a quienes saludaremos, para no prolongar demasiado esta introducción a Nuestra Audiencia, después, aparte, en la sala contigua… Pero, a fin de que sepáis, por lo menos, el origen de estos obispos y la importancia de estos hermanos nuestros en el episcopado, que tenemos el honor de tener hoy con nosotros, leeremos, como se nos ha sugerido, su procedencia.
Tenemos dos obispos de México; tenemos un obispo de El Salvador, de Guatemala, de Honduras, de la República Dominicana; además de dos obispos de Brasil, de Ecuador, de Perú, de Uruguay, de Filipinas; tenemos un obispo de Inglaterra, uno de España, uno de Portugal y algunos más de Italia, que son: el arzobispo de Rossano, el obispo de Sarzana y Burgnato, el de Macerata y Tolentino, el de Fabriano, el de Rieti, el de Térano, el de Crotone y, finalmente, el de Piazza Armerina.
Fijaos que es una Audiencia, que tiene verdaderamente un carácter católico, íbamos a decir ecuménico, pero católico quiere decir más aún, porque es una perfección ya cumplida y consumada y, por tanto, saludamos a todos estos hermanos, procurando leer en su corazón el motivo de su venida y corresponder, con toda nuestra simpatía y también con nuestro aliento, a este acto suyo, tan significativo de su misterio.
Acompañan al gran grupo, que en seguida nombraremos, y para el que hemos reservado la pequeña alocución, que solemos dar en las Audiencias generales. Repito. Saludamos a todos estos obispos y, casi diría, los abrazamos; tan unidos estamos, por su presencia, en el rendir homenaje a nuestra Santa Iglesia, en el honrar a Jesucristo, en el tener el ansia del apostolado de llegar a las almas, tal y como son hoy en el mundo, y en la esperanza común, que perdura en el tiempo y trasciende el tiempo, para la escatología final del encuentro visible y pleno con nuestro Señor Jesucristo.
A ellos, por tanto, nuestro reverente agradecimiento, por su participación en esta Audiencia, y nuestro saludo y bendición, que quieren llegar también, llevadlos, pues, queridísimos hermanos en el episcopado, a vuestras respectivas diócesis. Sabemos, de verdad, que la oración, el augurio y la esperanza común en Cristo, acompañan estos deseos nuestros.
Ahora, pues, saludamos, ante todo, al gran grupo, que constituye la parte principal de esta Audiencia. Os diremos algo después. Son párrocos y misioneros laicos de las Comunidades Neocatecumenales. Provienen de diversos países y, como veis, forman una comunidad muy variada: sacerdotes, religiosos, seglares, etc. Damos a todos una cordial bienvenida. Después diremos algunas palabras para esta ocasión y para la finalidad que los reúne y les hace profesar su fe en la Iglesia y, finalmente, les daremos nuestra particular bendición. Repetimos: Comunidades Neocatecumenales de diversos continentes y países.
Les saludamos ahora, dándoles este pequeño regalo, digamos así, que solemos dar en nuestra Audiencia general, es decir, una palabra; una palabra que querría ser después objeto de meditación, de reflexión o, por lo menos, una prueba de nuestra simpatía para quien la escucha.
La presencia en esta Audiencia de un grupo tan notable por su número -sois casi vosotros solos- y por la dignidad de los participantes –vuestros dirigentes y, sobre todo, el grupo de obispos, que habéis traído con vosotros– pertenecientes a las Comunidades Neocatecumenales, nos ofrece la ocasión de llamar la atención de nuestros visitantes y de cuantos escuchan esta palabra familiar nuestra, por lo pronto, sobre dos acontecimientos de la Iglesia católica.
El primero es el Sínodo del Episcopado de 1974, de hace tres años, que tuvo entonces como tema “La Evangelización”; la evangelización en nuestro tiempo: cómo hacer hoy, para propagar el Evangelio. Este fue el tema del Sínodo del 74, que dio materia a nuestra posterior Exhortación Apostólica “Evangelii Nuntiandi”, que fue publicada el 8 de diciembre del 75. Si tuviésemos la veleidad de hacer propaganda de nuestros documentos, querríamos casi recomendarlo. ¿Por qué? Porque es tan denso, tan tributario de todo lo que dijeron los obispos en el Sínodo –ha querido interpretar, recoger y ordenar todas sus ideas, haciendo accesible su lenguaje, lo más simple posible, pero, al mismo tiempo, lo más importante y claro posible–, que nos hace, repito, recomendarlo especialmente a vosotros, que queréis ser los “Neocatecumenales”, es decir qué queréis instruir y evangelizar a esa gran muchedumbre de pueblos, que lográis atraer. Creo que haríais un buen servicio, tanto a vosotros, como a vuestros seguidores y discípulos.
El segundo acontecimiento es futuro, todavía, pues tendrá lugar este año, empezando el 30 de septiembre: el próximo Sínodo Episcopal. Tendremos aquí unos doscientos obispos, procedentes de todas las partes del mundo, nombrados por sus respectivas Conferencias Episcopales. ¿Cuál será el tema? Nuevamente el tema de la Evangelización, bajo otro aspecto, que es el de la catequesis, es decir, cómo enseñar la religión, especialmente a los niños, a los adolescentes, a la juventud y también a los hombres maduros, en este momento de nuestra civilización; cómo llegar a ser maestros de catecismo. Son los obispos los que han querido este tema. Lo tomaremos de nuevo y lo desarrollaremos. Esto para deciros como vosotros, catecumenales, estáis de actualidad.
Esto demuestra hasta qué punto la conciencia de la misión fundamental de la Iglesia, que es la de difundir el mensaje evangélico, según el último mandato de Jesús, al término de su presencia visible sobre la tierra -¿cuáles fueron sus palabras? ¡Id y predicad!, “Id y enseñad a todas las naciones”-, esta conciencia, repito, está vigilante y operante en nuestra Iglesia de hoy. Cuántas veces, al examinar la historia pasada, que ha caracterizado los períodos de la historia de la Iglesia, se dice: “Pero, ¿de qué se ocupaban?”.
Había guerra entre ciertos estados, o bien había las famosas cuestiones dogmáticas, etc., que interesaban, sí y no, a la opinión pública y al apostolado pastoral. La Iglesia ha vuelto de nuevo a sus funciones y a sus deberes pastorales. Y el primer deber pastoral es el de anunciar el Evangelio, de ir al encuentro del mundo y decir: “Mira, te traigo el mensaje”; el mensaje que los ángeles trajeron a la tierra: “Gloria a Dios y Paz en la tierra”; y después el mensaje de Cristo de anunciar el Evangelio, es decir, la palabra buena, que Jesucristo nos enseñó.
Esta conciencia, repito, está vigilante y operante en la Iglesia hoy y la compromete completamente. Esto es algo maravilloso: ministros, es decir, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, etc. Y fieles, los mismos fieles se transforman en voz que debe propagar este mensaje; el mensaje del anuncio evangélico que hoy, como nunca, es digno de ser anunciado por dos motivos, que parecen contradictorios. Primero: debemos anunciarlo porque el mundo de hoy está sordo y es necesario elevar la voz, es necesario encontrar la manera de hacerse entender, es necesario insistir, es necesario convocar a todos a una nueva escuela, etc. La dificultad se hace provocante, se hace estímulo, que nos incita a transformarnos en maestro de nuestro catecismo, es decir, de la Verdad del Evangelio, que hay que anunciar.
El segundo motivo es precisamente el opuesto del primero. Quien sabe ver, quien sabe leer en el corazón de las masas, en el corazón del mundo, observa que, en el fondo existe un descontento, una inquietud, una necesidad de una palabra verdadera, de una palabra buena, de una palabra que indique el sentido de la vida, que el mundo no sabe ya cuál es, que no tiene ya la fuerza de definir; vive como miope, o como ciego, en medio de las tinieblas. Nosotros tenemos la linterna; nosotros tenemos la lámpara; nosotros tenemos la Palabra del Evangelio, que es la luz del mundo.
El Señor dijo a sus discípulos: “Vosotros sois la luz del mundo”. Exactamente: si somos la luz del mundo, tenemos que ir al encuentro de esta gente perdida, tan resentida, tan cruel; que ha llegado, incluso, a desviarse completamente, sin principios, sin líneas de conducta buena y humana. Debemos ir a su encuentro y decir: ¡Mira! ¡Mira! ¡Este es el sendero; éste es el camino! Repito: por estas dos razones, una la dificultad y otra la oportunidad de anunciar el Evangelio, he aquí que la Iglesia toma la palabra.
Estamos, por tanto, en una fase apostólica, misionera, didáctica, nunca tan acentuada en la vida de la Iglesia. Todos debemos estar comprometidos. La edificación del Cuerpo Místico de Cristo en la tierra, que es nuestra Iglesia presente, es deber, como dice el Concilio, no sólo de los curas, de los obispos, etc., sino de todo creyente. Cada uno debe ser testigo, debe saber traducir, al menos con su ejemplo y con su apoyo, etc., el mensaje del que es depositario. No existe un cristiano mudo; no existe un cristiano estéril; no existe un cristiano que viva para sí. Debe vivir para la comunidad, para el Cuerpo Místico, que se llama “la Iglesia”.
En esta visión, está claro y es prometedor, el que se vayan multiplicando los esfuerzos, para poner en práctica este inmenso y urgente programa: evangelizar, catequizar. Hay tantas iniciativas paralelas y un poco parecidas a la vuestra que ahora escucha. De este modo asistimos al florecimiento de obras y de medios para dar al anuncio del mensaje evangélico su mejor difusión e interpretación, podríamos decir.
Queremos hacer observar que este multiforme fenómeno en la Santa Iglesia no se refiere sólo al aspecto escolástico y didáctico de su actividad. No es sólo enseñanza de maestro a alumno. Se trata más bien, del aspecto más amplio, más pedagógico y más vital, que se refiere, también, al estilo de vida, de forma que la enseñanza de la verdad religiosa es paralela a la enseñanza escolástica; más aún: está unida al testimonio de vida, del que la enseñanza es norma y principio.
En segundo lugar hacemos notar que este deber, tanto en el que lo realiza como en el que de él se beneficia, no adquiere la calificación de “peso grave y difícil”, aunque en realidad lo sea. Una de las grandes dificultades con que tropiezan los sacerdotes, ¿cuál es? Que la gente no viene y dice: ¡Qué aburrimiento, oír el sermón, escuchar la lección, aprender el catecismo…! me cansa; prefiero pasear, ir al cine, divertirme, etc. En definitiva: esta Iglesia que enseña, resulta tan aburrida… ¡No es verdad!
Digámoslo a nosotros mismos y a nuestro pueblo. Quien ha comprendido el secreto de la Verdad, que nuestras palabras contienen, queda como fulminado por esta Luz, por esta Verdad, y transforma tanto al apóstol, sacerdote o quien sea que lo anuncie, como al discípulo, que la escucha, y le hace exclamar. ¡Ah…! ¡No me imaginaba que fuese tan maravilloso! ¡Ah; es verdad; qué estupendo, fíjate! Se abre, repito, un horizonte de luz y de belleza, que era casi insospechado. La realización de este difícil deber, se convierte en un honor, se convierte en una riqueza, se convierte en una vocación, que nos ennoblece y entusiasma.
Me gustaría preguntaros, si hay
misioneros entre vosotros: ¿Por qué sois misioneros? Porque sois
exaltados por el Espíritu del Evangelio. Qué maravilla es anunciar la
Verdad, anunciar el secreto de la Vida, los designios de Dios, las
esperanzas que no mueren. Llega a ser algo de tal belleza que uno no
puede sustraerse y nos sentimos llamados a ser, también nosotros,
apóstoles y anunciadores de esta Verdad.
Así el cumplimiento de este deber de anunciar ya no resulta aburrido,
como el escuchar ya no es fastidioso; tienen en sí mismos la
gratificación del cansancio que comporta; hace felices a sus testigos,
los hace seguros, los hace partícipes ya de las primicias del Reino de
Dios, que ellos van anunciando.
En nuestro lugar, aquí en el centro de la Iglesia, recibimos a muchos, que vienen de lejos, de las misiones. Los recibimos con enorme satisfacción y les dejamos hablar, para recibir su testimonio. Algunos pasan dificultades enormes, que no se explica cómo pueden vivir, subsistir, superar las enfermedades, las enemistades, los peligros, etc. Sin embargo, os lo digo para que os alegréis también vosotros cuando se definen a sí mismos, hablan de una felicidad que no se puede ni comparar con las demás felicidades del mundo. Y, si nos atrevemos a decirles: “Pero usted, ¿se quedaría aquí o prefiere volver?” “Volver, volver”, dicen. Y vuelven, en medio de dificultades enormes, porque son prisioneros de la alegría del Evangelio.
Diremos, por tanto, además, que quienes, con corazón sencillo y generoso, se ponen al servicio de la evangelización, experimentan, ciertamente por un secreto e indefectible carisma del Espíritu Santo, una metamorfosis psicológica y moral, que es característica. Es esa metamorfosis, ese cambio que transforma las dificultades en estímulos. Repito lo que decía antes de los misioneros. ¿Por qué vuelven? Porque hay tanto que hacer; hay pobre gente que consolar; porque hay peligro; “tengo que ir yo a curar a los leprosos; tengo que ir yo a impedir, que esa pobre gente sea víctima de movimientos sociales, o llegue a ser esclava de situaciones insostenibles”.
La dificultad, el obstáculo, se convierte en atractivo; lo que antes daba miedo, producía aburrimiento y fastidio, después, por el contrario, llega a ser la fuerza que atrae, que entusiasma, que ata y que hace del apóstol -usemos la gran palabra, aunque empleada en el sentido amplio- ‘mártir’, es decir, testigo. Es tan impresionante este fenómeno que, quien tiene ojos para ver los fenómenos de la Iglesia -nosotros tenemos esta responsabilidad y esta suerte- no puede menos que dar gracias a Dios, porque me han permitido contemplar esta visión: ver, precisamente, a tantos, que son: los entusiastas del Evangelio, del Evangelio que no rinde, del Evangelio que choca contra todas las mentalidades, todos los vicios y todos los obstáculos de este mundo.
El Evangelio, repito, hace felices a los que lo predican, transforma las dificultades en estímulos, los peligros en atractivos e incluso las derrotas, es decir, el no triunfar en títulos de mérito, aunque parezca una paradoja ‘he hecho lo que he podido’ y también de paz, que desciende serena en estos corazones que ni siquiera han tenido la satisfacción del éxito de sus fatigas.
Ahora podemos entender también el testimonio que nos brindan nuestros visitantes de hoy. Este testimonio se desarrolla en torno al eje de la vida cristiana, que es el Bautismo.
Catecumenado era el período de preparación al Bautismo. El Bautismo, ahora, no tiene ya, por lo menos difusiva y didácticamente, este desarrollo. Entonces éstos dicen: “bien, lo haremos después del Bautismo”. No ha sido suficiente la gracia santificante. Es más: la gracia santificante no ha hecho más que encender un fuego, que debe ser después luz, que se propaga durante la vida. San Agustín hace una referencia a esto: “¿No podemos anticipar? Hagamos después el Catecumenado”, es decir, la instrucción, la educación, la madurez, todo el arte educativo de la Iglesia, después del Bautismo.
El Sacramento de la regeneración cristiana, el cual debe volver a ser, lo que era en la conciencia y en la costumbre de las primeras generaciones del cristianismo. La praxis, la práctica, que es norma de la Iglesia, introdujo la santa costumbre de dar el Bautismo a los recién nacidos. ¿Qué instrucción tienen? He aquí que es necesario el padrino que suple, yo diría habla en nombre del bautizado. Pero el bautizado no saca ningún provecho de esta atestación que el padrino da al sacerdote, dejando que el rito bautismal concentrase ahora litúrgicamente –en efecto la liturgia todavía conserva vestigios de esta iniciación preparatoria– la preparación que, en los primeros tiempos, cuando la sociedad era profundamente pagana, parecida al Bautismo y que se llamaba “catecumenado”. Más tarde la Iglesia concentró este periodo. ¿Por qué? Porque las familias eran todas católicas, eran todas buenas, todas cristianas; la sociedad, en el fondo, estaba orientada cristianamente: aprenderán a lo largo del camino.
Pero ahora que la sociedad ya no es uniforme, homogénea, sino que es pluralista, es más, está toda ella llena de contradicciones y de obstáculos al Evangelio en sí mismo, en el ambiente social de hoy, es necesario que este método sea integrado por una instrucción, por una iniciación posterior, como decía, al estilo de vida propio del cristiano, que debe ser hecha después del Bautismo.
Este es el secreto de vuestra formula. Es decir: da una asistencia religiosa, confiere una preparación práctica a la fidelidad cristiana y realiza una inserción efectiva en la comunidad de los creyentes, que es la Iglesia, después de que uno ya ha entrado, efectiva y sobrenaturalmente, en la Iglesia; ha sido como una semilla que no ha tenido todavía el bien de desarrollarse.
He aquí pues, el renacer de la palabra “catecumenado” que, ciertamente, no quiere invalidar, ni disminuir, la importancia de la disciplina bautismal vigente, sino que la quiere aplicar con un método de evangelización gradual e intensivo, que recuerda y renueva, en cierto modo, el catecumenado de otros tiempos. El que ha sido bautizado necesita comprender, pensar de nuevo, apreciar y decir amén a la inestimable riqueza del sacramento recibido.
Y Nos sentimos la alegría de ver que esta necesidades comprendida hoy por las estructuras eclesiásticas institucionales, las parroquias y las diócesis especialmente, y después todas la otras de las familias religiosas. En este campo estructural, como he dicho, son fundamentales las parroquias.
Se proyecta así una catequesis posterior a la que el Bautismo no tuvo: “La pastoral de los adultos” que, como hoy se dice, viene delineando y crea nuevos métodos y nuevos programas. Además nuevos ministerios –¡cuánta necesidad hay de quien asista!: he aquí los catequistas; he aquí las mismas religiosas; he aquí las familias, que se convierten, también ellas, en maestras de esta Evangelización posterior al Bautismo–. “La pastoral de los adultos”, como hoy se dice, viene delineando y crea nuevos métodos, nuevos programas y además nuevos ministerios subsidiarios, que sostienen la exigente ayuda hoy al sacerdote y al diácono en la enseñanza y en la participación de la liturgia; formas nuevas de caridad, de cultura y de solidaridad social hacen crecer la vitalidad de las comunidades cristianas y hacen frente al mundo, la defensa, la apología y la atracción.
Tanta gente se polariza hacia estas Comunidades Neocatecumenales, porque ve que en ellas hay una necesidad, una verdad, hay algo vivo y auténtico, es Cristo, que vive en el mundo. Que esto suceda con Nuestra Bendición Apostólica».