Homilía en la conclusión de la Misión Ciudadana de Roma 22-5-1999
S. Juan Pablo II
Plaza de San Pedro, 22 de mayo de 1999 *
«Demos gracias a Dios por este
extraordinario acontecimiento, que ha sido un acto de amor a la ciudad y
a cada uno de sus habitantes. En efecto, la misión ciudadana ha
brindado a las comunidades cristianas un itinerario de intensa
espiritualidad, alimentado por la oración y la escucha de la palabra de
Dios. Además, ha permitido incrementar la comunión eclesial, que el
Sínodo romano había indicado como condición indispensable para la Nueva
Evangelización». Con estas palabras Juan Pablo II en la homilía de la
Celebración Eucarística en la Vigilia de Pentecostés el sábado por la
tarde, 22 de mayo, ha resumido el camino recorrido por la Iglesia de
Roma desde el 8 de diciembre de 1995 hasta la solemnidad de Pentecostés
de 1999.
Éste es el texto de la homilía de Juan Pablo II:
«1. “Abre las puertas a Cristo, tu Salvador”: esta invitación, que ha resonado con fuerza durante los tres años de preparación para el gran jubileo, ha caracterizado nuestra misión ciudadana. Demos gracias a Dios por este extraordinario acontecimiento, que ha sido un acto de amor a la ciudad y a cada uno de sus habitantes. En efecto, la misión ciudadana ha brindado a las comunidades cristianas un itinerario de intensa espiritualidad, alimentado por la oración y la escucha de la palabra de Dios. Además, ha permitido incrementar la comunión eclesial, que el Sínodo romano había indicado como condición indispensable para la Nueva Evangelización. Toda la comunidad diocesana, en sus diversos ministerios, vocaciones y carismas, ha dado de forma unánime su aportación de oración, anuncio, testimonio y servicio. Hemos experimentado juntos que formamos un “pueblo de Dios en misión”.
Siento el deber de dar las gracias a quienes han tomado parte de diferentes modos en esta importante iniciativa pastoral. Ante todo a usted, señor Cardenal vicario, que ha guiado con celo la misión, en estrecha colaboración con los obispos auxiliares, a quienes saludo cordialmente. Quisiera recordar también a los demás prelados que han prestado su valiosa colaboración y, entre ellos, a monseñor Clemente Riva, que en paz descanse. Pienso con gratitud en vosotros, queridos misioneros, sacerdotes, religiosos, religiosas y, sobre todo, laicos, que habéis sido los primeros beneficiarios de la gracia de la misión. El generoso empeño con que os habéis preparado y habéis llevado el Evangelio a las casas y a los ambientes de la ciudad, ha abierto caminos nuevos de evangelización y de presencia cristiana en el entramado diario de la vida de nuestra gente. El Espíritu Santo os ha guiado paso a paso, os ha inspirado las palabras adecuadas para anunciar a Cristo y os ha sostenido en los inevitables momentos de dificultad. Demos gracias al Señor por cuanto ha hecho, mostrando en todas las circunstancias los signos de su misericordia y de su amor. El gran jubileo, ya a las puertas, nos impulsa a proseguir este esfuerzo misionero con el mismo ímpetu, para consolidar y ampliar los resultados alcanzados por la misión. De este modo, podremos mostrar a los numerosos peregrinos que vengan a Roma el próximo año el rostro de nuestra Iglesia, acogedora y abierta, renovada en la fe y rica en obras de caridad.
2. Para que suceda esto, es necesario que la obra misionera, que ha comenzado tan felizmente, se consolide y desarrolle. Es preciso seguir sosteniendo a las personas y a las familias ya contactadas en sus casas y en los lugares de trabajo, y también llegar a cuantos, por diversos motivos, no ha sido posible contactar durante estos años. Por tanto, la visita anual a las familias y los centros de escucha del Evangelio, que es preciso multiplicar, deben ser el alma de la pastoral de las parroquias, gracias a la colaboración de las asociaciones eclesiásticas, los movimientos y los grupos. La celebración de la palabra de Dios tiene que marcar el camino de fe de las comunidades parroquiales, sobre todo en los tiempos fuertes del año litúrgico. El signo de la caridad para con los pobres y los que sufren ha de acompañar el anuncio del Señor, mostrando su presencia viva, con el testimonio diario del amor fraterno. Es necesario afianzar la comunión entre los cristianos que actúan en los ambientes de trabajo y estudio, en los lugares de asistencia y entretenimiento, donde se ha propuesto de forma concreta el Evangelio. La semilla de la novedad evangélica, sembrada con la misión, debe crecer y fructificar en todas partes, incluso donde aún no se han podido promover iniciativas misioneras específicas. Con esta finalidad, nuestro testimonio resulta más urgente aún. En efecto, ninguna realidad es impenetrable para el Evangelio; más aún, Cristo resucitado ya está misteriosamente presente mediante su Santo Espíritu.
3. Una empresa apostólica tan vasta requiere una labor de formación y catequesis dirigida a todo el pueblo de Dios, a fin de que tome mayor conciencia de su vocación misionera y esté preparado para dar razón de su fe en Cristo siempre y por doquier. A las parroquias, las comunidades religiosas, las asociaciones, los movimientos y los grupos corresponde impartir esa formación, preparando itinerarios de fe, de oración y de experiencia cristiana ricos en contenido teológico, espiritual y cultural.
Vosotros, queridos sacerdotes, sois los primeros a quienes se confía esta misión: sed guías sabios y maestros atentos de la fe en vuestras comunidades. Vosotros, queridos religiosos y religiosas, que tanto habéis contribuido a la misión, seguid sosteniéndola con vuestra oración, con vuestra santidad de vida y con vuestros carismas propios, en los múltiples campos apostólicos en los que estáis comprometidos. Vosotros, queridos laicos, estáis llamados a impulsar un gran movimiento misionero permanente en la ciudad y en todos sus ambientes. No dejéis de dar vuestra aportación en las familias, en el vasto y complejo mundo del trabajo y la cultura, en la escuela y la universidad, en las instituciones de salud, en los medios de comunicación social y en las actividades del tiempo libre, para que el anuncio del Evangelio influya en toda la sociedad.
Y no podemos olvidar la contribución que los enfermos han dado a la misión, y que están llamados a renovar, con la ofrenda de su sufrimiento, así como la de las monjas de clausura con su oración constante.
A todos y a cada uno agradezco su valiosa ayuda espiritual.
4. Repasando estos tres años de la misión ciudadana, nos damos cuenta con facilidad de que la palabra de Dios se ha sembrado abundantemente. Para que esta semilla divina no quede infecunda, para que eche raíces sólidas y dé frutos en la vida y en la pastoral diaria, será necesario favorecer una reflexión específica que, implicando a todos los componentes eclesiales, culmine en un congreso. Pienso en un gran encuentro que, con la base de la experiencia de la misión ciudadana, servirá para trazar las líneas directrices de un compromiso constante de evangelización y celo misionero. Ser Iglesia en misión es el gran desafío de los próximos años para Roma y para el mundo entero. Os doy esta consigna a vosotros, queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y, de modo especial, a vosotros, movimientos y nuevas comunidades, recordando el encuentro de hace un año, en la vigilia de Pentecostés, en esta misma plaza. Es necesario abrirse con docilidad a la acción del Espíritu, acogiendo con gratitud y obediencia los dones que no deja de derramar en beneficio de toda la Iglesia. Esta tarde Cristo os repite a cada uno: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación” (Mc 16, 15). Queridos hermanos, el Evangelio que Cristo nos ha encomendado es el Evangelio de la paz. No podemos tenerlo sólo para nosotros, sobre todo en este momento en que la violencia y la guerra están sembrando destrucción y muerte en la cercana región de los Balcanes. El Espíritu nos impulsa a ser heraldos y constructores de paz, mediante la justicia y la reconciliación. Desde este punto de vista, quisiera que en la próxima fiesta del Corpus Christi toda la Iglesia de Roma elevara una insistente invocación por la paz. Por eso, os invito a todos vosotros, sacerdotes, religiosos y fieles, a uniros a mí la tarde del jueves 3 de junio en San Juan de Letrán, para participar en la misa y en la procesión del Corpus Christi, durante la cual imploraremos juntos el don de la paz en los Balcanes. Que el día del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo se caracterice este año por una intensa oración por la paz.
5. “¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!”. ¡Ven, Espíritu Santo! La invocación, que resuena en la liturgia de esta vigilia de Pentecostés, nos llena de alegría y esperanza. Espíritu Santo, artífice y alma de la misión, suscita en la Iglesia de Roma muchos misioneros entre los jóvenes, los adultos y las familias, e infunde en cada uno el fuego inextinguible de tu amor. Espíritu, “luz de los corazones”, señala los caminos nuevos para la misión ciudadana y universal en el tercer milenio, que está a punto de comenzar.
“Consolador perfecto”, sostén a quien ha perdido la confianza, confirma el entusiasmo de quien ha experimentado la alegría de la evangelización, fortalece en todos los fieles el deseo y la valentía de ser diariamente misioneros del Evangelio en su propio ambiente de vida y trabajo. “Dulce huésped del alma”, abre el corazón de todas las personas, familias y comunidades religiosas y parroquiales, para que acojan con generosidad a los peregrinos pobres que participen en los acontecimientos del jubileo. En efecto, éste será uno de los frutos más hermosos y fecundos de la misión ciudadana: la actuación concreta de la caridad romana, fruto de la fe, que ha acompañado siempre la celebración de los años santos. María santísima, que desde Pentecostés velas con la Iglesia invocando la venida del Espíritu Santo, permanece en medio de nosotros en el centro de nuestro singular cenáculo. A tí, a quien veneramos como Virgen del Divino Amor, te encomendamos los frutos de la misión ciudadana para que, con tu intercesión, la diócesis de Roma dé al mundo un testimonio convencido de Cristo, nuestro Salvador».
(*) Cfr. «L’Osservatore Romano», 24-25 mayo 1999.