Roma, 22-26 junio 2022
Camino Neocatecumenal X Jornada Mundial de la Familia en Roma junio 2022

Del 22 al 26 de junio de 2022 se ha celebrado en Roma el X Encuentro Mundial de las Familias, organizado por el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida y por la Diócesis de Roma.

Representando al Camino Neocatecumenal había varias familias enviadas por diferentes diócesis: Massimo y Patrizia Palloni, con 12 hijos (itinerantes, en misión en Holanda), Francesco y Sheila Gennarini, con 9 hijos (itinerantes, en misión en los U.S.A.), Dino y Roberta Furgione, con 9 hijos (itinerantes, en misión en Sudáfrica) y el presbítero Gianvito Sanfilippo (encargado de la postconfirmación en el Camino Neocatecumenal).

La mañana del viernes, 24 de junio, se trataron diferentes temas. La intervención de Massimo y Patrizia Palloni estuvo dedicada a la “Transmisión de la fe a los jóvenes de hoy”: Massimo explicó brevemente su experiencia de hijo, él recibió la fe a través de sus padres en el Camino, y que con su mujer, también ella hija de neocatecúmenos, la han transmitido a sus 12 hijos. A continuación, la breve intervención de Massimo y Patrizia:


Eminencias y Excelencias Reverendísimas, Delegados de las Conferencias Episcopales y de los Movimientos, queridos hermanos:

Se nos ha pedido una intervención sobre el tema «Transmitir la fe a los jóvenes de hoy», a partir de nuestra experiencia personal. Os damos las gracias por esta oportunidad que nos habéis ofrecido para dar gloria a Dios.

Somos Massimo y Patrizia Palloni, de una comunidad neocatecumenal de Roma y misioneros itinerantes en Holanda desde hace dieciocho años. Nuestros padres también están en comunidad y mediante su experiencia nos han transmitido la fe. Por tanto, podemos hablar de nuestra experiencia como hijos –a los que sus padres les han transmitido la fe– y también como padres de doce hijos, que están aquí presentes; ellos os saludan y también os dan las gracias.

En la relación con nuestros padres, y hoy con nuestros hijos, nos ha guiado la Palabra que Dios dio a su pueblo cuando apareció en el monte Sinaí:

«Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy. Se la repetirás a tus hijos, les hablarás de ellas tanto si estás en casa como si vas de viaje, así acostado como levantado» (Dt 6,4-7).

Desde pequeños, nuestros padres celebraban con nosotros los laudes el domingo por la mañana. Después del canto de los salmos se proclamaba una lectura bíblica y se nos ayudaba a ver nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios. También desde muy pequeños esta Palabra ha iluminado nuestras relaciones con hermanos, hermanas y padres, permitiéndonos reconciliarnos y hablar de nuestros sufrimientos.  Nuestro padre nos pedía: «¿Cómo ilumina esta Palabra tu realidad de hoy?»; esta pregunta es un eco de la primera que se encuentra en la Biblia: «¿Adán, dónde estás?». Como ha afirmado el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «Entonces la gran cuestión no es dónde está el hijo físicamente, con quién está en este momento, sino dónde está en un sentido existencial»[1]. La Palabra de Dios se convierte en el paradigma de toda vida humana, cada palabra contenida en ella ilumina nuestra historia: la creación, el arca de Noé, el diluvio, la torre de babel, Abraham, el Éxodo, las parábolas de los Evangelios, etc. Esta Palabra también ha iluminado nuestra vida desde que éramos niños; era un puente extraordinario entre padres e hijos, entre diferentes generaciones. Cada uno tenía la posibilidad de dar su propia experiencia. Gracias al encuentro en la oración, el Señor nos ayudaba verdaderamente a entender “dónde estábamos”, a entender los sufrimientos de los demás y, muy a menudo, a reconciliarnos. A los laudes siempre seguía una comida especial para vivir plenamente el domingo.

Además, cada año teníamos en la familia una introducción a las grandes fiestas preparadas con gran esmero, que marcaban las estaciones y que vivíamos con toda la parroquia: Navidad, Epifanía, Pentecostés, Inmaculada … Después de la primera comunión,  participábamos asiduamente en la Eucaristía en comunidad, en la que recibíamos una atención especial. Esta Eucaristía, vivida en la parroquia después de las primeras vísperas del domingo, nos ha arrancado gradualmente de los pecados del sábado por la noche, que llevan a los jóvenes a alejarse de Cristo. En el centro de todo, estaba la Santa Vigilia de Pascua, a la que fuimos iniciados y que esperábamos con ansia. Así, fuimos introducidos progresivamente a la vida de la fe en la Iglesia, mientras que en la adolescencia, entramos –junto con otros jóvenes y adultos– en una comunidad de la parroquia para así continuar la iniciación cristiana. Además, periódicamente, participábamos a las peregrinaciones y a las Jornadas Mundiales de la Juventud, en las cuales se nos ayudaba a reflexionar profundamente sobre nuestra vocación y recibíamos la palabra del Santo Padre. Estos encuentros han hecho crecer en nosotros el amor por el Papa y por toda la Iglesia.

Gradualmente, a lo largo de los años, hemos gustado la maravilla de la vida cristiana. Nos ha sido transmitido que en el centro de la familia existen tres altares[2]: el primero es la mesa de la Santa Eucaristía, en el que Jesucristo ofrece el sacrificio de su vida y su resurrección por nuestra salvación; el segundo es el tálamo nupcial donde, al ofrecerse el uno al otro, se cumple el Sacramento del Matrimonio y se da el milagro del amor y de la nueva vida; el tercero es la mesa donde la familia se reúne para comer, bendiciendo al Señor por sus dones. Así, cada comida, se convierte en un encuentro en el que se discuten los temas y los problemas que se encuentran en la vida o en la escuela, donde todos participan y se vive la comunión.  

Cuando nos casamos éramos muy jóvenes, yo tenía veinticuatro años y Patricia veinte y, aunque nos casamos con las mejores intenciones para formar una familia cristiana, en los primeros años de matrimonio nos encontramos ante nuestras debilidades que pusieron en peligro nuestra unión. En aquella situación de dificultad, lo que nos sostuvo fue nuestra comunidad formada por personas comunes que viviendo como nosotros un camino de fe, nos ayudaron a superar nuestras crisis hablándonos con sinceridad y nos invitaron a tomar conciencia de nuestros errores, mediante el contacto con los Sacramentos y la Palabra de Dios que iluminaba nuestra realidad de pecado. 

Para nosotros fue un nuevo inicio, como en las bodas de Caná: donde después de haberse acabado el “vino” del enamoramiento y del querernos basado en nuestros esfuerzos, Jesucristo nos dio gratuitamente el vino nuevo, embriagador, del perdón. Hemos descubierto que la apertura a la vida no es una ley gravosa sino la liberación del egoísmo, sin la cual el matrimonio se tambalea. Con gran sorpresa, Dios nos ha concedido desear a cada hijo que Él nos ha regalado. El Señor ha sido más grande que nuestros pecados y, a pesar de nuestras debilidades e incapacidades, hoy estamos aquí con nuestros doce hijos que para nosotros son una prueba irrefutable de la fidelidad de Dios.  

Transmitir la fe a los jóvenes de hoy: una tarea de una importancia crucial que incumbe hoy a la Iglesia y a cada bautizado. Estamos sumergidos en una sociedad en la que parece que Dios ha desaparecido del horizonte. El rapidísimo avance de la secularización, la pérdida del sentido de Dios, las heridas del aborto y de la eutanasia son una amenaza cotidiana a la fe de cada hombre. El ataque del demonio quiere destruir a la familia y a los jóvenes: la epidemia de la pornografía vía internet que hoy ha adquirido dimensiones globales, las drogas, la confusión sobre la identidad, la visión gnóstica que separa a la persona de su cuerpo. El Papa Francisco ha definido la difusión de la teoría del gender como una guerra: «Hoy hay una guerra mundial para destruir el matrimonio […] pero no con las armas, sino con las ideas», son las «colonizaciones ideológicas que destruyen»[3].

El tiempo de la adolescencia y de la juventud es quizá el más difícil en la formación de una persona: es el momento en el que se dan las grandes metamorfosis físicas, psíquicas y afectivas, en el que se ensancha el horizonte de las relaciones sociales (entrada en la escuela superior, independencia de la familia, nuevas amistades) y es precisamente en este periodo delicado, en el que las relaciones con los padres se hace más conflictual, que los jóvenes deben tomar decisiones fundamentales que influenciarán toda su vida. Ante estas situaciones el Espíritu Santo ha suscitado otra experiencia para ayudar a los jóvenes de las parroquias: la experiencia de la post-confirmación.

Hoy en día, muchísimos jóvenes provienen de familias heridas. Un porcentaje cada vez más alto de hijos vive con un solo padre, la mayoría por la separación de los padres, otra parte por situaciones fuera del matrimonio. Ante el fracaso de más del 50% de los matrimonios, sin el apoyo y sin la ayuda de la escuela, muchos jóvenes se encuentran sin ningún punto firme y se pierden. En una nueva experiencia de post-confirmación, que muchos párrocos en el mundo, en comunión con sus obispos, han decidido empezar, se forman pequeños grupos de jóvenes que se reúnen con una familia de fe probada y adulta, capaz de ofrecer un auténtico testimonio de servicio a estos chicos. Los adolescentes se sienten atraídos por la familia cristiana en la que ven una fe viva. En estos grupos los jóvenes empiezan a leer la Palabra de Dios, reflexionan sobre los mandamientos como camino de vida, redescubren el Sacramento de la Reconciliación y entran en contacto con la vida cristiana de una familia concreta.

Esta experiencia está dando frutos impresionantes en muchas parroquias: el periodo de la post-confirmación, que normalmente se caracteriza por el abandono de muchos jóvenes, gracias a esta pastoral se está transformando en una bendición del Señor pues el porcentaje de jóvenes que siguen frecuentando la parroquia después de la confirmación es altísima. Además, la alegría de estos jóvenes es comunicativa y se convierte en un testimonio para los compañeros de escuela, amigos, conocidos, que a su vez piden vivirla entrando a formar parte de los grupos y, de esta manera, muchos chicos alejados se acercan a la Iglesia.

Sin embargo, no se trata de encontrar un método o de usar una técnica. Nadie puede dar lo que no ha recibido. En la “dictadura del relativismo” que nos rodea, con sus nuevas “leyes” que desvían la conciencia de muchos jóvenes, hay una “música” que su corazón no dejará nunca de escuchar ni de reconocer como la puerta de la felicidad, es decir, el amor. Por dicha razón, en la pastoral de los jóvenes tiene una importancia fundamental el testimonio de familias que, habiendo recibido antes el amor gratuito de Cristo y de la Iglesia, acojan en dicho amor a estos jóvenes heridos y se lo presenten como algo vivo y actual.  

Toda la fuerza de atracción del cristianismo consiste en la fuerza del testimonio, tal como afirmó San Pablo VI: «El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan (…) o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio»[4].

Los jóvenes no están desinteresados por la fe; si lo están es porque no la ven, porque detestan la mediocridad, la doblez. Si se les anuncia la verdad, si se les anuncia que pueden salir de la esclavitud de su “yo”, que pueden darse completamente, nos seguirán. ¡Sí, si nosotros profetizamos esto a los jóvenes nos seguirán a miles!

Y así volvemos a la pregunta original: ¿Cómo transmitir la fe a los jóvenes de hoy?

La Iglesia atraviesa hoy una crisis profunda que pasa por la baja participación al precepto dominical, por el escaso número de bautismos, de matrimonios y de sacramentos, por la crisis de las vocaciones. Ciertamente, no se trata sólo de números, con todo, parece que todo esté derrumbándose vertiginosamente. Ante esta situación, podemos tener la tentación de pensar que la respuesta sea solamente encontrar un programa o una fórmula, basada quizá en exhortaciones moralistas.

Para transmitir la fe a los jóvenes es necesaria la fe de los padres. Estamos aquí, no para decir que somos estupendos o que hemos encontrado un método, sino porque nuestros padres han redescubierto una fe viva que les ha ayudado en su matrimonio y que han transmitido a nosotros, sus hijos. Y nuestros hijos están aquí por la misma razón.

Para redescubrir la fe es necesario un itinerario serio que pueda desarrollar en cada creyente la fuerza vivificadora del Bautismo. Es esto lo que promulgó el Concilio Vaticano II en la constitución Sacrosanctum Concilium[5] restableciendo el catecumenado para adultos no bautizados. El RICA[6] –el documento de actuación de la decisión conciliar– extendió la importancia de dicha decisión afirmando que el catecumenado puede ser adaptado para los cristianos ya bautizados pero que no han recibido la necesaria iniciación bautismal. Esta decisión histórica está presentada también en el Catecismo de la Iglesia Católica donde se afirma que «por su naturaleza misma, el Bautismo de niños exige un catecumenado post-bautismal. No se trata sólo de la necesidad de una instrucción posterior al Bautismo, sino del desarrollo necesario de la gracia bautismal en el crecimiento de la persona»[7].

San Pablo VI reconoció en 1974 la importancia fundamental del catecumenado post-bautismal: «Vivir y promover este despertar es considerado por vosotros como una forma de catecumenado post-bautismal, que podrá renovar en las comunidades cristianas de hoy aquellos efectos de madurez y de profundización que en la Iglesia primitiva eran realizados en el período de preparación al Bautismo. Vosotros lo hacéis después: el antes o después, diría, es secundario. El hecho es que vosotros miráis a la autenticidad, a la plenitud, a la coherencia, a la sinceridad de la vida cristiana. Y esto tiene un mérito grandísimo, repito, que nos consuela enormemente»[8].

Ante la dramática crisis de la familia y de los jóvenes, es necesario redescubrir, mediante la iniciación cristiana, la radicalidad del Evangelio, como sucedía con los primeros cristianos en medio de un mundo pagano.

¡Gracias!


[1] Francisco, Amoris Laetitia, 261.

[2] cfr. Francisco, Amoris Laetitia, 318.

[3] Francisco, Discurso del Santo Padre durante el encuentro con los sacerdotes y los religiosos, en Tiflis (Georgia), 1º de octubre de 2016.

[4] Pablo VI, Evangelii Nuntiandi, 41.

[5] Como promulgó el Concilio Vaticano II en la Sacrosanctum Concilium 64: «Restáurese el catecumenado de adultos dividido en distintas etapas, cuya práctica dependerá del juicio del ordinario del lugar; de esa manera, el tiempo del catecumenado, establecido para la conveniente instrucción, podrá ser santificado con los sagrados ritos, que se celebrarán en tiempos sucesivos». Esto también fue confirmado más tarde por el Ordo Initiationis Christianae Adultorum (OICA) del año 1972.

[6] RICA (Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos), en latín: OICA (Ordo Initiationis Christianae Adultorum). RICA, capítulo IV.

[7] CCC, n. 1231.

[8] Pablo VI dirigiéndose a las Comunidades Neocatecumenales, Audiencia, 8 de mayo de 1974.

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